La Pasión de Cristo y Su triunfo sobre el pecado y la muerte

30 03 2010

“Mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lam 1, 12).

El sentido de la Pasión
A pesar del desprecio contra algunas devociones particulares y la acusación a la Iglesia de vanos “dolorismos”, la Pasión terrible de Cristo es un hecho, y un hecho cierto e innegable, testimoniado extensamente por la Sagrada Escritura y por toda la Iglesia primitiva. Hay que preguntarse más bien el porque de tal sufrimiento. ¿Por qué el Señor ha querido sufrir semejantes dolores e indecible padecimientos?

La Iglesia ha encontrado algunas respuestas. Digamos al menos cuatro. Primero, para mostrar a los hombres la consecuencia de sus transgresiones, la pena que merecían nuestras faltas (“Cristo ha muerto por nuestros pecados” I Cor 15, 3; “El llevo sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo” I Pe 2, 24). Segundo, para redimir a la humanidad, para liberarnos del pecado y de la muerte, para llevarnos a la vida eterna (“En Cristo, gracias a la sangre que derramó, tenemos la liberación y el perdón de los pecados” Ef 1, 7; “El lavó nuestros pecados en su sangre” Ap 1, 5; “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” Jn 1, 29; “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes…esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes” Lc 22, 19-20). Tercero, para dar ejemplo de todas las virtudes: obediencia, humildad, negación de sí mismo, paciencia, caridad, justicia, perdón, amor… (“Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo, para que sigan sus huellas” I Pe 2, 21; “Se hizo obediente hasta la muerte” Fil 2, 8). Cuarto, para conocer la “anchura y la longitud, la altura y la profundidad” del amor divino (“La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” Rom 5, 8; “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos Jn 15, 13; “Me amó y se entrego por mi” Gál 2, 20).

No puede comprenderse la Pasión sino desde la intención y propósito divino. Cada lágrima del Señor, cada tristeza, cada herida en su carne, cada gota de sangre derramada, debe ayudarnos a comprender la grandeza del amor de Dios en Jesucristo. Su dolor manifiesta su amor. Así como son sus dolores, así son sus amores. Detengámonos una vez más en los padecimientos de Cristo y podremos descubrir nuevamente el inmenso amor de Dios hacia nosotros.

Los sufrimientos del Señor
Comencemos en el huerto de los olivos. Allí Jesús representa en su interior la Pasión que se aproxima (“Entonces comenzó a entristecerse y angustiarse”; “mi alma siente una tristeza de muerte”). Getsemaní es la conciencia de la Pasión y su ofrecimiento al Padre. La tristeza y el dolor son la conciencia o percepción de un padecimiento. Jesús siente por anticipado su dolor. Siente que siente, de algún modo, lo que padecerá. Siente los golpes, los látigos, las espinas, los clavos. Siente el abandono de sus discípulos, la soledad, la burla, el desprecio, las blasfemias, el odio, la muerte. Todo esto lo lleva a su corazón y lo ofrece al Padre en la oración (“Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”). Lleva la muerte a su alma y la hace voluntaria.

La representación de su Pasión es intensísima. La angustia abre sus venas. La tensión nerviosa contrae su carne y de sus poros brota sudor y sangre (Lc 22. 44). Es que, no solo represente su Pasión. Hace presente la fealdad y gravedad de los pecados del mundo. Los cometidos por su Pueblo Israel. Los que cometerá su Iglesia. Pero encarna también los sufrimientos del mundo. Los de Israel. Los de su Iglesia. Siente su dolor, pero también mi dolor, tu dolor (“A mi me lo hiciste”). Su oración se hace oración universal y agradable al Padre.

Apresan a Jesús y comienzan los juicios. Jesús pasa la noche de un tribunal a otro, siendo juzgado, maltratado, difamado. A nada de esto es indiferente el Señor. Su sensibilidad es riquísima, mucho mayor que la nuestra. Su silencio no es estoico, sino sentido, contenido, dolido. El Señor se conmueve ante el abandono de sus cercanos, el odio de todos, el rechazo de su Pueblo (“Cuando estuvo cerca –de Jerusalén-, y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ¡Si tú también hubieran comprendido en este día el mensaje de paz!” Lc 19, 41-42).

Se burla de Cristo. La burla es sobre los males y defectos ajenos, cuando estos son pequeños. La burla es más grave cuando se toma por pequeño e insignificante lo serio. Y la Pasión del Señor es “Lo Serio”, “Lo grave”, por antonomasia. “La burla es un pecado, y tanto más grave cuanto mayor respeto se debe a la persona de quién se burla. Por lo cual, es gravísimo burlarse de Dios y de las cosas que son de Dios, según el profeta (Is 37, 23), ¿a quién has ultrajado, y de quién has blasfemado, y contra quién has alzado tu voz? Contra el Santo de Israel” (S Th II-II, 75, 2). El Señor guarda silencio y perdona, “no saben lo que hacen”.

Llevan al Señor al pretorio y ¡Ay! ¡Lo flagelan! (“Sobre mis espaldas metieron el arado, y abrieron largos surcos” Salmo 128, 3). Los látigos tenían bolillas de plomo en sus extremos. Cada golpe arrancaba pedazos de carne, cada vez con mayor profundidad. Los golpes caen sobre su hombros y espalda, sobre su pecho, sobre su piernas y brazos, sobre su rostro (“Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran con aire de triunfo” Salmo 21, 18). “Rompen la carne, surcan el cuerpo, añaden llagas sobre llagas. Abren sus espaldas hasta descubrir sus entrañas, y en poco tiempo no dejan en él figura de hombre… (Is 1, 6).”[1] Los golpes lo asfixian. A pesar del gran esfuerzo, no puede respirar.

Luego viene la coronación de espinas. Las espinas se injertan sobre su cuero cabelludo, en la piel, en la carne. Lo golpean con una caña y agudísimas astillas penetran aún más en su cabeza. De la multitud de arterias brota mucha sangre que cubre todo su rostro y su cuerpo. Jesús queda aturdidísimo y con terribles jaquecas. Su fiebre es altísima. Los soldados se burlan del Señor.

Camino al calvario colocan la cruz sobre las profundas heridas de sus hombros, casi sobre sus huesos, muy expuestos. No hace falta se visionario ni recurrir a la Tradición para saber que el Señor está totalmente exhausto, agotado, sin fuerza alguna. Se encuentra muy deshidratado (“Mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar” Salmo 21, 16). Hace mucho tiempo no injiere agua y ha perdido gran cantidad de sangre. Casi no puede hablar. Todo su cuerpo tiembla. Por poco no ve. Sus ojos y pómulos están hinchados por los golpes, cubiertos de sudor, sangre y tierra. Tambalea. El Señor cae, inevitablemente, y por eso la necesaria ayuda del Cireneo (“Soy como agua que se derrama, todos mis huesos están dislocados” Salmo 21, 15). La gente se burla de Jesús.

Llegan al calvario y lo desnudan (“soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del Pueblo” Salmo 21, 7). Su cuerpo está todo inflamado por los golpes, abierto por las heridas, ya infectadas. Y como si fuera poco, ¡Ay! ¡Lo crucifican! ¡Jesús! (“Taladran mis manos y mis pies, y me hunden en el polvo de la muerte” Salmo 21, 17-18) “La muerte de los crucificados es la más terrible, puesto que son clavados en las partes más nerviosas y sensibles, esto es, las manos y los pies; y el peso mismo del cuerpo, que pende continuamente, aumenta el dolor, puesto que no mueren inmediatamente” (S Th III, 46, 6). Los clavos rompen carne, fibras nerviosas, arterias, venas, tendones. Estalla de dolor su alma, su conciencia. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlan de Cristo. El Señor agoniza y muere.

Si el grano de trigo que cae en tierra muere da mucho fruto (Jn 12, 24).
La Pasión del Jesús ha conmovido y convertido a los hombres más endurecidos por el pecado, a los más alejados del Señor. Ha puesto fe y esperanza en lo que “estaba perdido”, vida en lo que “estaba muerto”. El Cordero divino “atrajo a todos hacia si” (Jn 12, 32). Era necesario que padeciera todas estas cosas (Jn 3, 15; Lc, 24, 44):

“El soportaba nuestros sufrimientos, y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo consideramos golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías, y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz, recayó sobre él, por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él, las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba, y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda, ante el que la esquila, él no abría su boca…El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento…Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos” (Is 53, 4-11).

Fray Agustín Sánchez, OP
Buenos Aires, Argentina.

[1] Fray Alonso de Cabrera, Consideraciones del Viernes Santo, en Predicadores de los siglos XVI y XVII t. 1, Baillo, Madrid, 1906, p. 427-428.

www.op.org.ar – Site de la Orden de Predicadores – Provincia Argentina de San Agustín


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