Jesús es el único tesoro por el que vale la pena gastar la vida

2 07 2012





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50 años de la canonización de San Martín de Porres OP

6 05 2012

VATICANO, 06 May. 12 / 09:05 am (ACI/EWTN Noticias).- Al finalizar el rezo del Regina Caeli junto a los miles de fieles reunidos en la Plaza de San Pedro, el Papa Benedicto XVI rindió un afectuoso homenaje a San Martín de Porres, el santo peruano caracterizado por su servicio a los demás y del que hoy celebramos el 50 aniversario de su canonización.

San Martín de Porres fue elevado a los altares por el Papa Juan XXIII el 6 de mayo del año 1962, y es cariñosamente conocido como el “santo de la escoba”, y también como el primer santo negro de América.

Al saludar desde la ventana del Palacio Apostólico a los peregrinos de lengua española, Benedicto XVI señaló hoy que “recordamos el cincuenta aniversario de la canonización de san Martín de Porres, al que pedimos que interceda por los trabajos de la nueva evangelización, que haga florecer la santidad en la Iglesia”.

Asimismo, el Santo Padre animó a los fieles a invocar a la Santísima Virgen María “para que nos acompañe en este camino”.

San Martín de Porres

Martín de Porres nació en la ciudad de Lima, Perú, en 1579, de la unión de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava, y Ana Velásquez, negra libre panameña.

Martín conoció al Fraile Juan de Lorenzana, quien lo invitó a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario, a pesar de que las leyes de aquel entonces le impedían ser religioso por el color y por la raza. Martín de Porres ingresó como Donado.

Martín se entregó a Dios y vivió en servicio, humildad, obediencia y amor sin medida. Tuvo un sueño, que Dios le llama a: “Pasar desapercibido y ser el último”. Este se convirtió en su anhelo más profundo, de modo que confió a Jesús la limpieza de la casa. De esta manera, la escoba junto a la cruz, serán sus compañeros de vida.

Luego de pasar dos años en el convento, el Consejo Conventual decidió que Fray Martín se convirtiera en hermano cooperador, y en 1603 se consagró a Dios por su profesión religiosa.

El P. Fernando Aragonés testificó que “se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor”.

Antes de morir, Martín pidió a los religiosos que lo asistían entonar el Credo para de este modo entregar el alma a Dios bajo este rezo. Era el 3 de noviembre de 1639, y su muerte causó profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos, singularmente de los más pobres.

En el año en 1837, el Papa Gregorio XVI lo declaró Beato, y fue canonizado por el Papa Juan XXIII en 1962. Durante la homilía de canonización, Juan XXIII lo enalteció por “su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de ‘Martín de la caridad’”.





Reza…

6 05 2012




Preparándonos para el Año de la Fe: Carta Apostólica «Porta Fidei» del Santo Padre Benedicto XVI

6 05 2012

Preparándonos para el Año de la Fe: Carta Apostólica «Porta Fidei» del Santo Padre Benedicto XVI

 

 





Benedicto XVI: La Iglesia tiene papel esencial en universidades

6 05 2012

VATICANO, 05 May. 12 / 09:40 am (ACI/EWTN Noticias).- Al reunirse esta mañana en audiencia con los Obispos de Estados Unidos, que están en Roma en Visita Ad Limina, el Papa Benedicto XVI exhortó a las instituciones católicas a ayudar con el magisterio de la Iglesia a superar la actual crisis que viven algunas universidades.

En su discurso, el Santo Padre indicó que “el reconocimiento de la fe, de la esencial unidad de conocimiento, crea un fuerte contra la alienación y la fragmentación que se verifica cuando el uso de la razón se pone a parte de la búsqueda de la verdad”, y en este sentido, “las instituciones católicas tienen el papel especial de ayudar a superar la crisis actual de las universidades”.


Todo intelectual cristiano y toda institución educativa católica “deben estar convencidos y deseosos de convencer a los demás de que ningún aspecto de la realidad permanece ajeno o no afectado por el misterios de la redención del Señor”, agregó.

Benedicto XVI llamó a los Obispos reforzar la formación de los corazones de los estadounidenses, y señaló que “el desafío más urgente que deben afrontar las comunidades católicas en vuestro país es formar una sólida educación de fe en la juventud”.

“La tarea esencial de una auténtica educación a todos los niveles es la transmisión del conocimiento”, pero también “formar los corazones”, indicó.?

El Santo Padre señaló que “a menudo, parece que las escuelas católicas y los colegios han fallado en exhortar a los estudiantes a reapropiarse de su propia fe como parte de su propio crecimiento intelectual. Y está comprobado que muchos estudiantes están ligados a la familia, a la escuela y a la comunidad, que antes facilitaba la transmisión de la fe».

«Por tanto, a las instituciones católicas se les pide crear una red de apoyo todavía mayor”.

Benedicto XVI afirmó que los estudiantes “deben ser alentados a desarrollar una visión de armonía entre fe y razón que pueda guiar la vida. Es esencial el papel desarrollado por los profesores que inspiran a los demás con su amor evidente a Cristo”.

“Existe la constante necesidad de equilibrar el rigor intelectual en el comunicar la riqueza de la fe de la Iglesia a través de la formación de los jóvenes al amor de Dios, la práctica de la moral cristiana, la vida sacramental y la oraciónpersonal y litúrgica”.

El Papa agregó que la cuestión de la identidad católica, más allá de la esfera universitaria, requiere “mucho más que la enseñanza de la religión o la simple presencia de una capellanía en los campus”.

Benedicto XVI subrayó que el mayor desafío intelectual y cultural de la sociedad estadounidense es la Nueva Evangelización y la formación en la fe de las próximas generaciones.





Un verano OP

23 01 2012




Amistad en Dios y con Dios (De la selección de textos del Encuentro Veritas 2012)

23 01 2012

Servais Pinckaers, La Vida Espiritual, EDICEP, Valencia, 1994.

 

C. La gracia y el tema de la amistad

 

La amistad de Cristo según santo Tomás de Aquino

Para dar cuenta de la naturaleza y de los movimientos de la gracia, podemos servirnos también del tema de la amistad, que santo Tomás puso por delante en su análisis de la pasión del amor (I-II q. 26-28) y en su definición de la caridad (II-II q. 23). Para hacerlo se apoya en el discurso que siguió a la última Cena, referido por san Juan en el cap. 15, donde Jesús se sirve de la comparación de la viña para mostrar a sus discípulos cómo «permanecer en su amor» y concluye así: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 13-15).

Santo Tomás emplea asimismo el término de «comunión» («koinónia»), tan rico en el lenguaje de la Iglesiaprimitiva[1], para calificar la comunión amistosa que establece la caridad y que la fundamenta como amistad. Cita a este respecto el preámbulo de la primera carta a los Corintios: «Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1, 9). Podríamos añadir a esto el deseo final de la segunda carta, retomado por la liturgia, que conviene exactamente a nuestro tema: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (13, 13).

Finalmente, en el corazón del tratado sobrela Leynueva, a propósito de los consejos que incluye, nos presenta santo Tomás a Cristo como el Amigo por excelencia. «Los consejos de un amigo lleno de sabiduría son de una gran utilidad, como está escrito: “El aceite y los perfumes ponen el corazón alegre y los buenos consejos de un amigo son un bálsamo para el alma” (Pr 27, 9). Ahora bien, Cristo es el sabio y el amigo por excelencia. Sus consejos son, por tanto, de la mayor utilidad y conveniencia» (I-II, q.108, a. 4 sed c.).

Esta particularidad dela Leyevangélica —la de incluir consejos— nos muestra que posee una naturaleza diferente a las leyes jurídicas: nos eleva a una condición nueva inspirada por la amistad, en la que Cristo no se dirige ya a nosotros de modo imperativo, como a siervos, sino a modo de consejo y apelando a nuestra libre iniciativa. Efectivamente, entre amigos no conviene darse órdenes, sino ayudarse mutuamente por medio de consejos y de exhortaciones, como en la catequesis apostólica. Por esola Leynueva merece llamarse «ley de libertad» y, podríamos decir, ley de gracia amistosa.

Si santo Tomás ha situadola Leynueva bajo el signo de la amistad, se debe a que esta ocupaba, a sus ojos, al igual que al de los antiguos, un lugar de predilección en la moral, en relación con las virtudes que la fundamentan. La amistad lleva a cabo la armonía en las relaciones humanas; constituye el fin superior de la ley en la sociedad, la realización más acabada del amor. Se anuda a través de la reciprocidad y de la comunión de los sentimientos y los intercambios. Presupone o establece la igualdad dinámica de las personas.

Ambos temas —el de la amistad y el del amor conyugal—, uno más masculino, más femenino el otro, centrados en la persona de Cristo, van juntos en la teología y en la espiritualidad cristiana. Hay que evitar oponerlos; ambos se completan y nos ayudan a dar cuenta de las riquezas de la misericordia de Dios, manifestada en Cristo, lo que ninguna obra de espiritualidad puede expresar adecuadamente.

 

La libertad, la reciprocidad y la igualdad en la amistad con Cristo

El tema de la amistad, en lo que concierne a la gracia y a su obra, puede servir para mostrar la grandeza del don divino: la caridad como amistad, partiendo de la mayor desigualdad entre el Creador y la criatura, entre el pecador y la santidad divina, nos une a Dios en la libertad, la reciprocidad y la igualdad de una comunión activa.

La puerta de entrada de la amistad es la libertad: se penetra en ella voluntariamente; y no puede mantenerse más que mediante el respeto atento y benevolente de la libertad del otro. La amistad es el espacio de una experiencia única en el que se aprende cómo pueden compenetrarse dos personalidades, y después, al mismo tiempo, afirmarse y reforzarse la una por la otra. En la amistad se puede percibir, quizás de un modo más claro que en el amor, cómo se establece la comunicación entre las libertades, especialmente por medio de los consejos, que son gracias, regalos de sabiduría ofrecidos al amigo para ayudarle en su progreso.

El lazo de la amistad se anuda a través de la reciprocidad de los intercambios a nivel de los sentimientos, de las ideas, de las voluntades y de los bienes, a través de la puesta en común y del compartir, bajo el signo de la gratuidad. Sin embargo, aquí, y lo mismo ocurre con la obra de la gracia, las cosas no marchan por sí solas. En efecto, el ejercicio de la amistad reclama una educación, la adquisición de una madurez personal mediante la paciente labor de las virtudes, que proporcionan la base firme de la amistad verdadera, pues sólo ellas nos enseñan la generosidad y forman la necesaria estima mutua.

La caridad tomará como base principal la amistad con Cristo, fundamentada por la fe sobre la roca de su Palabra confirmada por el testimonio interior del Espíritu; obrará con la ayuda de las otras virtudes haciéndonos espontáneamente dóciles a los mandamientos y a los consejos del Señor, especialmente a través del ejercicio de la misericordia fraterna. La espiritualidad cristiana es así una educación en la amistad con Cristo bajo la dirección del Espíritu Santo.

Por último, la ley de la amistad es la igualdad. Que el hombre pueda entrar en relaciones de amistad con Dios, a pesar de la infinita distancia que los separa, constituye la gracia más asombrosa. Es propiamente sobrenatural. Procede del misterio de la encarnación y culmina en la redención. Tiene por objeto hacernos participar, como hijos adoptivos, en la intimidad y en la igualdad que reinan entre Cristo y su Padre, reunirnos asimismo en el seno dela Iglesia, como hermanos y hermanas, como amigos, sea cual fuere la diversidad de las vocaciones, de los ministerios y de las condiciones.

Una igualdad semejante es espiritual. Tiene como medida y como modelo la persona de Cristo. Posee un dinamismo que le es propio y que caracteriza los movimientos de la gracia. Sigue la lógica paradójica que expresa el Evangelio en muchas ocasiones como una ley fundamental: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23, 11-12). He aquí una sorprendente igualdad: se adquiere no reivindicándola, incluso abandonándola; se ejerce por medio de la humildad y el servicio fraterno, a imitación de Cristo, que ha venido «a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28).

Encontramos ya en la amistad humana, señalémoslo, un esbozo de esta ley, pues el amigo se complace en ponerse al servicio de su amigo, y hasta de sus allegados a causa de él; previene espontáneamente sus deseos, sus necesidades, mejor de lo que pudiera hacerlo un siervo. La igualdad no es aquí material ni querida por sí misma en primer lugar; es personal, entregada al otro y recibida de él en reciprocidad con ayuda del servicio mutuo y gracioso.

El tema de la amistad, enriquecido con numerosos datos provenientes de la experiencia proporcionada por los tratados clásicos de Aristóteles y de Cicerón, entre otros, puede ser utilizado, consiguientemente, por la teología y la espiritualidad cristianas. Sufrirá, no obstante, hondas transformaciones, como el tema del amor, mediante su elevación al nivel de la vida de la gracia y de la experiencia espiritual. Proporciona también, y no en menor medida, una base natural al estudio de la caridad teologal.

 

Amor y amistad

La ventaja del tema de la amistad consiste en ayudar a expresar de una manera más serena, más comedida, más completa, sin duda, los movimientos y el trabajo de la gracia en nosotros y enla Iglesia; el tema del amor posee, en cambio, más calor, más sentido dramático y, posiblemente, mayor hondura. Uno conviene mejor a la espiritualidad contemplativa y a la teología armoniosa de santo Tomás; el otro es más apto para describir las luchas contra el pecado, los ardores, las exigencias y las peripecias de un amor que rebasa la medida humana, como es el caso dela Cruzde Cristo bajo la moción del Espíritu.

Los temas de la misericordia, del amor y de la amistad, se concentran todos ellos en la persona de Jesús en la experiencia cristiana. El es el Esposo, el Amigo,la Fuentede la gracia misericordiosa. También es él quien, por su Espíritu, nos ayuda mejor a comprender que su gracia y nuestra libertad no son rivales, sino que se reclaman entre sí y se apoyan mutuamente. La gracia no puede fructificar sin nuestra libertad y ésta, sin la gracia, sólo puede replegarse sobre sí misma y volverse estéril. El lazo que las reúne y las ata es el Espíritu de vida, que escribe en el fondo de nosotrosla Leynueva.


[1] Cf. Biblia de Jerusalén, 1 Co 1,9, nota b.





MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2011

19 04 2011

“Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe”
(cf. Col 2, 7)

 Queridos amigos

Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España, en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de nosotros.

1. En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes

En cada época, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir una estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un futuro sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la estabilidad y la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el porvenir asegurado, es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de nuestra situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium et Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza.

Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento. Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida, del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que crezcan sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.

2. Arraigados y edificados en Cristo

Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes, quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos distinguir tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las raíces que lo alimentan; “edificado” se refiere a la construcción; “firme” alude al crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes. Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir, que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer firmes a los creyentes.

La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los padres, la familia y la cultura de nuestro país son un componente muy importante de nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jer 17, 7-8). Echar raíces, para el profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De Él viene nuestra vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud. Existe un momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro trabajo, las relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio? Una decisión así también causa sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole, estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios deseos, sino su voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.

Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la tierra, así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe, estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está construida sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos ejemplos de santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía dejar la casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”» (St 2, 23). Estar arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis: “¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?» (Lc 6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de la casa, añade: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).

Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que “cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don espiritual que habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por responder con responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los que os digan que no necesitáis a los demás para construir vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en la fe de la Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.

3. Firmes en la fe

Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo. Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.

El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1, 23), muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en la Cruz para ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios Padre, abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido liberados de lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar a todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más pobres y en dificultad.

Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre, la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.

4. Creer en Jesucristo sin verlo

En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás cuando acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y milagros, escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En la tarde de Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no está presente, y cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).

También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él, sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su persona. Por ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui madurando la idea de transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo, apareciéndose nuevamente a los discípulos después de ocho días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). También para nosotros es posible tener un contacto sensible con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión, las señales de su amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular, se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y necesitan ayuda.

Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».

5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos

En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). Pensaba en el camino de la Iglesia, fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles. Comprendemos ahora que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con Él, está vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. El Credo que proclamamos cada domingo en la Eucaristía nos protege precisamente del peligro de creer en un Dios que no es el que Jesús nos ha revelado: «Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros» (Catecismo de la Iglesia Católica, 166). Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).

En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo.

6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid

Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno personalmente. Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia. La elección de creer en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por nuestras infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren vías más fáciles. No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos intensamente para la cita de Madrid con vuestros obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en las diócesis, en las comunidades parroquiales, en las asociaciones y los movimientos. La calidad de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación espiritual, de la oración, de la escucha en común de la Palabra de Dios y del apoyo recíproco.

Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra presencia renueva la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello, las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia no sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en España se está preparando intensamente para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe. Agradezco a las diócesis, las parroquias, los santuarios, las comunidades religiosas, las asociaciones y los movimientos eclesiales, que están trabajando con generosidad en la preparación de este evento. El Señor no dejará de bendecirles. Que la Virgen María acompañe este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel, acogió con fe la Palabra de Dios; con fe consintió que la obra de Dios se cumpliera en ella. Pronunciando su “fiat”, su “sí”, recibió el don de una caridad inmensa, que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella interceda por todos vosotros, para que en la próxima Jornada Mundial podáis crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os bendigo de corazón.

BENEDICTUS PP. XVI





Vivir la Cuaresma en su verdadero sentido. Palabras del Cardenal Ratzinger

20 03 2011

(Extraído de «Introducción al Cristianismo». de Joseph Ratzinger)

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado..
a).- Justificación y gracia.
¿Qué lugar ocupa la cruz dentro de la fe en Jesús como Cristo? Este es el problema ante el cual nos sitúa este artículo de la fe. Nuestras reflexiones anteriores nos han dado los elementos esenciales de la respuesta; ahora debemos unirlos. La conciencia cristiana en general, como dijimos antes, está condicionada a este problema por la concepción de Anselmo de Cantebury, cuyas líneas fundamentales expusimos anteriormente. Para muchos cristianos, especialmente para los que conocen la fe sólo de lejos, la cruz sería una pieza del mecanismo del derecho violado que ha de restablecerse; sería el modo como la justicia de Dios, infinitamente ofendida, quedaría restablecida con una actitud que consiste en un estupendo equilibrio entre el deber y el tener que; pero al mismo tiempo, uno tiene la impresión de que todo eso es pura ficción. Se da a escondidas, con la mano izquierda, lo que recibe solemnemente la mano derecha. Una doble luz misteriosa alumbra la .expiación infinita. que Dios parece exigir. Los devocionarios presentan la concepción según la cual en la fe cristiana nos encontramos con un Dios cuya severa justicia exigió el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio hijo. Pero con temor no apartamos de una justicia cuya oculta ira hace increíble el mensaje del amor.
Esta concepción se ha difundido tanto cuanto falsa es. La Biblia no nos presenta la cruz como pieza del mecanismo del derecho violado; la cruz, en la Biblia, es más bien expresión del amor radical que se da plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una vida que es para los demás. Quien observe atentamente, verá cómo la teología bíblica de la cruz supone una revolución en contra de las concepciones de expiación y redención de la historia de las religiones no cristianas; pero no debemos negar que la conciencia cristiana posterior la ha neutralizado y muy raramente ha reconocido todo su alcance.
Por regla general, en las religiones del mundo expiación significa el restablecimiento de la relación perturbada con Dios, mediante las actitudes expiatorias de los hombres. Casi todas las religiones se ocupan del problema de la expiación; nacen de la conciencia del hombre de su propia culpa, de superar la culpa mediante acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La obra expiatoria con la que los hombres quieren expiar a la divinidad y aplacarla, ocupa el centro de la historia de las religiones.
El Nuevo Testamento nos ofrece una visión completamente distinta. No es el hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablezca el equilibrio, es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El derecho violado se restablece por la iniciativa del amor, que por su misericordia creadora justifica al impío y vivifica los muertos; su justicia es gracia, es justicia activa que juzga, es decir, que hace justos a los pecadores, que los justifica.
Nos encontramos ante el cambio que el cristianismo supuso frente a la historia de las religiones. El Nuevo Testamento nos dice que los hombres expían a Dios, no como habría de esperar, ya que ellos han pecado, no Dios. En Cristo, .Dios reconcilia el mundo consigo mismo. (2 Cor 5,19); cosa inaudita, completamente nueva, punto de partida de la existencia cristiana y médula de la teología neotestamentaria de la cruz: Dios no espera a que los pecadores vengan a él y expíen, Él sale a su encuentro y los reconcilia. He ahí la verdadera dirección de la encarnación, de la cruz.
Según el Nuevo Testamento, pues, la cruz es primariamente un movimiento de arriba abajo. No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no al revés. Con este cambio de la idea de expiación, médula de lo religioso, el culto cristiano y toda la existencia toma una nueva dirección. Dentro de lo cristiano la adoración es ante todo acción de gracias por la obra salvífica recibida. Por eso la forma esencial del culto cristiano se llama con razón Eucaristía, acción de gracias. En este culto no se ofrecen a Dios obras humanas, consiste más bien en que el hombre acepta el don. No glorificamos a Dios cuando nos parece que le ofrecemos algo (¡como si eso no fuese suyo!), sino cuando aceptamos lo suyo y le reconocemos así como Señor único. Le adoramos cuando destruimos la ficción de que somos autónomos, contrincantes suyos, cuando en verdad sólo en él y de él podemos ser. El sacrificio cristiano no consiste en el don de lo que Dios no tendría si nosotros no le diésemos, sino en que él nos dé algo. El sacrificio cristiano consiste en dejar que Dios obre en nosotros.

b).- La cruz como adoración y sacrificio.
Todavía nos quedan muchas cosas por decir. El Nuevo Testamento, leído desde el principio hasta el fin, nos sitúa ante esta cuestión: ¿el acto expiatorio de Jesús no es ofrecer un sacrificio al Padre?, ¿no es la cruz el sacrificio que Cristo sumisamente ofrece al Padre? Una larga serie de textos parece describir el movimiento de la humanidad que asciende a Dios, cosa que parece contradecir lo que hemos afirmado antes. En realidad, sólo con la línea ascendente no podemos comprender el estado de las cosas del Nuevo Testamento. ¿Cómo puede ilustrarse la relación mutua de ambas líneas? ¿Excluiremos una en favor de la obra? Si así obramos, ¿cuál será la razón que lo justifique? Sabemos que no podemos proceder así: en último término no erigiríamos la arbitrariedad de nuestra propia opinión en medida de fe.
Para seguir adelante, debemos ampliar el problema y ver claramente dónde estriba el punto de partida de la explicación neotestamentaria de la cruz. Reconozcamos primeramente que para los discípulos de Jesús la cruz fue ante todo el fin, el fracaso. Ellos creyeron encontrar en Jesús al rey que gobernaría por siempre, pero de repente se convirtieron en camaradas de un ajusticiado. La resurrección los llevó a la convicción de que Jesús era verdaderamente rey; sólo poco a poco comprendieron el significado de la cruz. La Escritura, es decir, el Antiguo Testamento, les ayudó a reflexionar; a través de conceptos e imágenes veterotestamentarias comenzaron a comprender lo ocurrido. Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron de que lo anunciado se había realizado en Jesús; partiendo de ahí se podía comprender de modo completamente distinto de qué se trataba en verdad. Por eso el Nuevo Testamento explica la cruz, entre otros, con los conceptos de la teología del culto veterotestamentario.
La Carta a los Hebreos nos ofrece la más consecuente continuación de tal tarea; en ella la muerte de Jesús en la cruz se relaciona con el rito y la teología de la fiesta judía de la reconciliación, y se explica como verdadera fiesta de reconciliación cósmica. Podemos exponer brevemente el raciocinio de la Carta a los Hebreos: Todo sacrificio de la humanidad, todo intento de reconciliarse con Dios mediante el culto y los ritos, de los que el mundo está saturado, son inútiles por ser obra humana, ya que Dios no busca toros, machos cabríos o lo que se pueda ofrecer ritualmente. Ya se pueden ofrecer a Dios hecatombes de animales en todos los lugares del mundo; no los necesita porque todo eso le pertenece y porque al Señor de todo no se le puede dar nada, aun cuando el hombre queme sacrificios en su honor.
.Yo no tomo becerros de tu casa ni de tus apriscos machos cabríos. Porque mías son todas las bestias de los bosques y los miles de animales de los montes. Y en mi mano están todas las aves del cielo y todos los animales del campo. Si tuviera hambre no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y cuanto lo llena. ¿Como yo acaso la carne de los toros? ¿Bebo acaso la sangre de los carneros? Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y cumple tus votos al Altísimo. (Sal 50, 9-14).
El redactor de la Carta a los Hebreos se sitúa en la línea espiritual de este texto y de otros semejantes. Todavía con mayor intensidad pone de relieve la caducidad de tales ritos. Dios no busca toros ni machos cabríos, sino hombres. El .sí. humano sin reservas a Dios es lo único que puede constituir la verdadera adoración. A Dios le pertenece todo; al hombre sólo le queda la libertad del .sí. o del .no., del amor o de la negación; el .sí. libre del amor es lo único que Dios espera, la donación y el sacrificio que unánimemente tienen sentido. La sangre de toros y machos cabríos no puede sustituir ni representar el .sí. humano dado a Dios, por el que el hombre se entrega nuevamente a Dios. .¿Pues qué dará el hombre a cambio de su alma?., pregunta el evangelista Marcos (8,37). La respuesta reza así: no hay nada en el mundo que pueda compensarlo.
Todo el culto precristiano se funda en la idea de sustitución, de representación; quiere sustituir lo que es insustituible, por eso es necesariamente pasajero, transitorio. La Carta a los Hebreos, a la luz del acontecimiento Cristo, muestra el balance sombrío de la historia de las religiones; en un mundo saturado de sacrificios esto podía parecer un ultraje inaudito. Sin reservas, puede atreverse a manifestar el pleno naufragio de las religiones, porque ha adquirido un nuevo sentido completamente nuevo. Quien, desde lo legal-religioso, era un laico, el que no desempeñaba ninguna función en el culto de Israel, era el único sacerdote verdadero, como dice el texto. Su muerte, que históricamente era un acontecimiento completamente profano .la condena de un criminal político., fue en realidad la única liturgia de la historia humana, fue liturgia cósmica por la que Jesús entró en el templo real, es decir en la presencia de Dios, no en el círculo limitado de la escena cúltica, en el templo, sino ante los ojos del mundo. Por su muerte no ofreció cosas, sangre de animales o cualquier otra cosa, sino que se ofreció a sí mismo (Heb 9,11s.).
Observemos la transformación operada en la Carta a los Hebreos, que es al mismo tiempo el núcleo de la misma: Lo que considerado terrenamente era un acontecimiento profano, era el verdadero culto de la humanidad, ya que, quien eso hizo, rompió el espacio de la escena litúrgica y se entregó a sí mismo. A los hombres les arrebató de las manos las ofrendas sacrificiales y en su lugar ofreció su propia personalidad, su propio yo. Nuestro texto afirma, sin embargo, que Jesús ofreció su sangre con la que realizó la justificación (9,12); pero esta sangre no hemos de concebirla como un don material, como un medio de expiación cuantitativo, sino simplemente como la concreción del amor del que dice Juan que llega hasta el fin (Jn 13,1). Es expresión de la totalidad de su don y de su servicio; es encarnación del hecho de que se entregó, ni más ni menos, a sí mismo. El gesto del amor que todo lo da, fue, según la Carta a los Hebreos, la verdadera reconciliación cósmica, la verdadera y definitiva fiesta de la reconciliación. Jesucristo es el único culto y el único sacerdote que lo realiza.

c).- La esencia del culto cristiano.
La esencia del culto cristiano no es, pues, el ofrecimiento de cosas ni la destrucción de las mismas, como a partir del siglo XVI afirmaban las teorías del sacrificio de la misa; se decía que de esa forma se reconocía la supremacía de Dios.
El acontecimiento Cristo y su explicación bíblica ha superado todos esos ensayos de ilustración. El culto cristiano consiste en lo absoluto del amor que sólo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; consiste en una nueva forma de representación innata al amor, en que él sufrió por nosotros y en que nosotros nos dejemos tomar por él. Hemos de dejar, pues, a un lado nuestros intentos de justificación que en el fondo sólo son excusas que nos distancian de los demás. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a otro, en último término acusando a Dios: .La mujer que me dista por compañera, me dio del fruto del árbol… (Gn 3,12). Dios nos pide que en lugar de la autojustificación que nos separa de los demás aceptemos unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores.
Ahora podemos responder brevemente a algunas cuestiones que surgen en nuestro camino:
1.- En relación con el mensaje de amor del Nuevo Testamento se tiende hoy día a disolver el culto cristiano en el amor a los hermanos, en la .co-humanidad., y a negar el amor directo a Dios o la adoración de Dios. Se afirma la relación horizontal, pero se niega la verticalidad de la relación inmediata con Dios. No es difícil ver, después de lo que hemos afirmado, por qué esta concepción, tan afín al cristianismo a primera vista, destruye también la concepción de la verdadera humanidad. El amor a los hermanos, que quiere ser autosuficiente, se convertiría en el supremo egoísmo de la autoafirmación.El amor a los hermanos negaría su última apertura, tranquilidad y entrega a los demás, si no aceptase que este amor también ha de ser redimido por el único que amó real y suficientemente; a fin de cuentas molestaría a los demás e incluso a sí mismo, porque el hombre no sólo se realiza en la unión con la humanidad, sino ante todo en la unión del amor desinteresado que glorifica a Dios. La adoración simple y desinteresada es la suprema posibilidad del ser humano y su verdadera y definitiva liberación.
2.- Las devociones habituales de la pasión nos plantean ante todo el problema del modo como el sacrificio (y consiguientemente la adoración) depende del dolor, y viceversa. Según lo que dijimos antes, el sacrificio cristiano no es sino éxodo del .para. que se abandona a sí mismo, realizado fundamentalmente en el hombre que es pleno éxodo, plena salida de sí mismo por amor. Según eso, el principio constitutivo del culto cristiano es ese movimiento de éxodo en su doble y única dirección hacia Dios y hacia los demás. Cristo lleva el ser humano a Dios, por eso lo lleva a su salvación. El acontecimiento de la cruz es, pues, el pan de vida .para todos. (Lc 22,19), porque el crucificado ha fundido el cuerpo de la humanidad en el .sí. de la adoración. Es, por tanto, plenamente .antropocéntrico., plenamente relacionado con el hombre, porque es teocentrismo radical, abandono del yo y del ser humano a Dios. Como este éxodo del amor es el éxtasis del hombre que sale de sí mismo, en el que éste está en tensión perpetua consigo mismo, separado y muy sobre sus posibilidades de distensión, así la adoración (sacrificio) siempre es también cruz, dolor de separación, muerte del grano de trigo que sólo da fruto si muere. Pero esto indica que lo doloroso es un elemento secundario nacido de algo más fundamental que lo precede y que le da sentido.
El principio constitutivo del sacrificio no es la destrucción, sino el amor. En cuanto que el amor rompe, abre, crucifica y divide, todo esto pertenece al amor como forma del mismo, en un mundo marcado con el sello de la muerte y del egoísmo. Unas palabras de Jean Daniélou me parecen muy aptas para ilustrar estas ideas, aunque él las pronuncia en un contexto diferente:
Entre el mundo pagano y la Trinidad bienaventurada no hay más que un paso que es el de la cruz de Cristo. ¿Habrá pues de qué extrañarse de que, una vez puestos a establecernos en ese intervalo, para tejer entre el mundo paganizado y la Trinidad los hilos que los han de unir de una manera misteriosa, nada podemos hacer más que por medio de la cruz? Es preciso que nos configuremos a esta cruz, que la llevemos sobre nosotros, y que, como dice san Pablo del misionero, .llevemos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús. (2Cor 4,10). Esta división que nos crucifica, esta incompatibilidad en la que nos vemos, de llevar al mismo tiempo el amor de la Trinidad santísima y el amor hacia el mundo extraño a esa Trinidad, es la pasión del Unigénito de la que nos llama él a participar, él que ha querido cargar con esta separación para poder destruirla en sí, aun cuando no ha podido destruirla mas que cuando ha cargado con ella en primer término. Cristo va desde un extremo a otro. Sin abandonar el seno de la trinidad, se llega hasta los extremos límites de la miseria humana y llena todo este espacio. Esta extensión de Cristo, cuyo signo constituyen las cuatro dimensiones de la cruz, es la expresión misteriosa de nuestra distensión, y nos configura con ella 5.El dolor es a la postre resultado y expresión de la división de Jesucristo entre el ser de Dios y el abismo del .Dios mío, ¿por qué me has abandonado?. Aquel cuya existencia está tan dividida que simultáneamente está en Dios y en el abismo de una criatura abandonada por Dios, está dividido, está .crucificado.. Pero esta división se identifica con el amor: es su realización hasta el fin (Jn 13,1) y la expresión concreta de la amplitud que crea.
Esto revela el verdadero fundamento de la devoción a la pasión, preñada de sentido. También muestra cómo coinciden la devoción a la pasión y la espiritualidad apostólica. Es evidente cómo lo apostólico, el servicio a los hombres y al mundo, penetra en lo más íntimo de la mística cristiana y de la devoción a la pasión. Una cosa no oculta a la otra, sino que vive profundamente de ella. También es evidente que la cruz no es una suma de dolores físicos, como si la mayor suma de tormentos fuese la obra de la redención. ¿Cómo podría Dios gozarse de los tormentos de una criatura, e incluso de su propio hijo, cómo podría ver en ellos la moneda con la que se le compraría la reconciliación?
Tanto la Biblia como la fe cristiana están muy lejos de esas ideas. Lo que cuenta no es dolor como tal, sino la amplitud del amor que ha dilatado tanto la existencia que ha unido lo lejano con lo cercano, que ha puesto en nueva relación con Dios al hombre que se había olvidado de él.
Sólo el amor da dirección y sentido al dolor; si no fuese así, los verdugos serían los auténticos sacerdotes; quienes provocaron los dolores serían los que habrían ofrecido el sacrificio. Pero como no depende de eso, sino del medio íntimo que lo lleva y realiza, no fueron ellos, sino Jesucristo, sacerdote, el que con su amor unió los dos extremos separados del mundo (Ef 2,13 s).
Esencialmente hemos dado también respuesta a la pregunta que nos hacíamos al principio: ¿no es indigno de Dios pensar que exige la muerte de su hijo para aplacar su ira? A esta pregunta sólo puede responderse negativamente: Dios no pudo pensar así; es más, un concepto tal no tiene nada que ver con la idea veterotestamentaria de Dios. Por el contrario, ahí se trata del Dios que en Cristo habría de convertirse en omega, en la última letra del alfabeto de la creación. Se trata del Dios que es el acto de amor, el puro .para., el que, por eso, entra necesariamente en el incógnito de la última criatura (Sal 22,7). Se trata del Dios que se identifica con su criatura y en su contineri a minimo .en el ser abarcado y dominado por lo más pequeño. da lo .abundante. que lo revela como Dios.
La cruz es revelación, pero no revela algo, sino a Dios y a los hombres. Manifiesta cómo es Dios y cómo son los hombres. La filosofía griega preanuncia extraordinariamente esta idea en la imagen platónica del justo crucificado. En su obra sobre el estado se pregunta el gran filósofo Platón cómo podría obtenerse en este mundo un hombre completa y plenamente justo; llega a la conclusión de que la justicia de un hombre sólo llega a la perfección cuando él mismo asume la apariencia de injusticia sobre sí mismo, ya que entonces muestra claramente que no sigue la opinión de los hombres, sino que se orienta a la justicia por amor a ella. Asi pues, según Platón, el verdadero justo de este mundo es el incomprendido y el perseguido. Platón no duda en escribir: .dirán, pues, que el justo en esas circunstancias será atormentado, flagelado, encadenado y que después de esto lo crucificarán…. 6. Este texto, escrito 400 años antes de Cristo, impresiona profundamente a todo cristiano. La seriedad del pensamiento filosófico ha puesto de manifiesto que el justo en el pleno sentido de la palabra tiene que ser crucificado; se ha vislumbrado así algo de la revelación del hombre ofrecida en la cruz.
El hecho de que cuando apareció el justo por excelencia fuese crucificado y ajusticiado nos dice despiadadamente quién es el hombre: eres tal que no puedes soportar al justo; eres tal que al amante lo escarneces, lo azotas, lo atormentas. Eso eres, porque, como injusto, siempre necesitas de la injusticia de los demás para sentirte disculpado; por eso no necesitas al justo que quiere quitarte la excusa; eso es lo que eres. Esto es lo que ha resumido Juan en el ecce homo de Pilato; fundamentalmente quiere decir eso son los hombres, eso es el hombre. La verdad del hombre es su carencia de verdad; el salmo dice que el hombre es engañoso (Sal 116,11); manifiesta así lo que el hombre es realmente. La verdad del hombre es que él siempre se levanta en contra de la verdad.
El justo crucificado es el espejo que se presenta ante los ojos del hombre para que vea claramente lo que es, mas la cruz no sólo revela al hombre, sino a Dios. Dios es tal que en este abismo se ha identificado con el hombre y lo juzga para salvarlo. En el abismo de la repulsa humana se manifiesta más aún el abismo inagotable del amor divino. La cruz es, pues, el verdadero centro de la revelación, de una revelación que no nos manifiesta frases antes desconocidas, sino que nos revela a nosotros mismos, al ponernos ante Dios y a Dios en medio de nosotros.

                                                                                  





CELEBRAR LA VIDA DESDE EL COMIENZO

20 03 2011

25 DE MARZO – FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN – DÍA DEL NIÑO POR NACER

Comunicado de la Comisión Ejecutiva, con motivo de la celebración del «Año de la Vida»
(25 de febrero de 2011)

Desde hace algunos años, ha quedado establecido en el calendario de nuestro país, el 25 de marzo, como el día del niño por-nacer. Pero desde hace muchos siglos, los cristianos celebramos en esa fecha, la fiesta de la Anunciación, recordando el momento en el que el ángel le pregunta a María si acepta ser la Madre del Señor (Lc 1,26-38). Con el “sí” de María comienza la existencia histórica de Jesucristo, quien empieza así a vivir en el vientre de esta joven mujer de Nazareth.

Desde entonces podemos decir que Dios ha tomado partido por el hombre, por su vida, asumiendo él mismo todas las vicisitudes de la existencia humana. Dios ama la vida de tal modo, que se hizo uno de los nuestros, creciendo en el vientre de una mujer, naciendo de ella, viviendo y muriendo como todos nosotros.

Desde su nacimiento la Iglesia de Cristo entiende su misión en el mundo como una celebración, un anuncio y un servicio a la Vida. A lo largo de sus dos mil años de existencia promovió una `cultura de la vida´. Lo hizo a través de las obras de ayuda a los más necesitados, la educación de niños y jóvenes, el acompañamiento a los novios y a los matrimonios, la atención brindada a los ancianos, el interés por cuidar a los enfermos y de asistir a quienes están muriendo y muchas otras iniciativas orientadas a cuidar y promover la vida.

En continuidad con las enseñanzas de Jesús, sostenemos el valor de toda vida humana, pero nos sentimos especialmente llamados a cuidar y promover la vida frágil, expuesta o en riesgo. Por eso nos preocupa especialmente una de las etapas de mayor fragilidad, la del comienzo de la vida, frente a una mentalidad que disminuye la gravedad moral y jurídica del aborto. La celebración del día del niño por nacer debe invitarnos a la reflexión y al compromiso. A la reflexión sobre el valor de la vida y a un compromiso concreto con esta primera etapa vital tan importante. Cuidar a los niños y niñas por nacer implica en primer lugar cuidar a sus madres, promoviendo embarazos saludables, velando por la alimentación y la atención sanitaria tanto de la madre como de su hijo o hija.

Finalmente y siempre tenemos la tarea de hacer de este mundo un lugar pacífico y justo, en el que todos los niños puedan disfrutar de una vida plena. Lo dice claramente el Santo Padre Benedicto XVI: “Lamentablemente, incluso después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples violaciones de sus derechos, que se cometen en el mundo, hieren dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Frente al triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre, antes y después del nacimiento, hago mío el apremiante llamamiento del Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: «¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad» (Evangelium vitae, 5).”

En el marco del Año por la vida, celebremos este año el 25 de marzo pidiendo al Espíritu Santo, Dador de Vida, la fuerza necesaria para transformar la realidad y que cada niño y niña, encuentren al nacer, cuna, alimento y sobre todo unos brazos sanos y amorosos de padres y madres que los guíen y acompañen en su crecimiento. María, madre de Jesús y madre de todos nos acompañe en el camino. Que así sea.

Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal Argentina
25 de febrero de 2011





24 07 2010





Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la XXV JMJ

30 03 2010

 «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?»

 

1. Jesús se encuentra con un joven


     «Este relato expresa de manera eficaz la gran atención de Jesús hacia los jóvenes; su deseo de encontrarlos personalmente y de abrir un diálogo con cada uno de ustedes».

2. Jesús le miró y lo amó
     «En el relato evangélico, san Marcos subraya cómo «Jesús, fijando en él su mirada, lo amó». En la mirada del Señor está el corazón de este especialísimo encuentro y de toda la experiencia cristiana. De hecho el cristianismo no es en primer lugar una moral, sino experiencia de Jesucristo, que nos ama personalmente, jóvenes o viejos, pobres o ricos; nos ama también cuando le damos la espalda».

     «La conciencia de que Cristo ama a cada uno y siempre nos permite superar todas las pruebas: el descubrimiento de nuestros pecados, el sufrimiento, el desánimo. En este amor se encuentra la fuente de toda la vida cristiana y la razón fundamental de la evangelización: ¡si verdaderamente hemos encontrado a Jesús no podemos sino dar testimonio de Él a todos aquellos que aún no han cruzado su mirada con El!».

3. El descubrimiento del proyecto de vida
     «El joven rico pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer?» La etapa de la vida en la que ustedes están inmersos es tiempo de descubrimiento: de los dones que Dios les ha otorgado y de sus responsabilidades. Es, también, tiempo de decisiones fundamentales para construir el proyecto de vida. Es el momento, por tanto, de que se interroguen sobre el sentido auténtico de la existencia y de que se pregunten: «¿Estoy satisfecho con mi vida? ¿Hay algo que me falta?».

     «¡No tengan miedo de afrontar estas preguntas! Esperan respuestas no superficiales, sino capaces de satisfacer sus auténticas esperanzas de vida y de felicidad. Para descubrir el proyecto de vida que puede hacerlos plenamente felices, escuchen a Dios, que tiene su diseño de amor sobre cada uno de ustedes».

4. ¡Ven y sígueme!
     «La vocación cristiana brota de una propuesta de amor del Señor y solo puede realizarse gracias a una respuesta de amor. Siguiendo el ejemplo de tantos discípulos de Cristo, acepten con gozo también ustedes, queridos amigos, la invitación al seguimiento, para vivir intensamente y con fruto en este mundo».

     «La tristeza del joven rico del Evangelio es la que nace en el corazón de cada uno cuando no se tiene el valor de seguir a Cristo, de cumplir la decisión justa. ¡Pero nunca es demasiado tarde para responderle!».

     «En este Año Sacerdotal, quisiera exhortar a los jóvenes y a los chicos a estar atentos a si el Señor los invita a un don más grande, en el camino del sacerdocio ministerial, y a estar dispuestos a recibir con generosidad y entusiasmo este signo de especial predilección, emprendiendo con un sacerdote, con el director espiritual, el necesario camino de discernimiento. ¡No tengan miedo queridos jóvenes y queridas jóvenes, si el Señor los llama a la vida religiosa, monástica, misionera o de especial consagración: Él sabe dar alegría profunda a quien responde con valor!».

     «Invito, además, a quienes sienten la vocación al matrimonio a aceptarla con fe, empeñándose en poner bases sólidas para vivir un amor grande, fiel y abierto al don de la vida, que es riqueza y gracia para la sociedad y para la Iglesia».

5. Orientados hacia la vida eterna
     «Interrogarse sobre el futuro definitivo que nos espera a cada uno de nosotros da sentido pleno a la existencia, ya que orienta el proyecto de vida hacia horizontes que no son limitados y pasajeros, sino amplios y profundos, que llevan a amar el mundo, tan amado por el mismo Dios, a dedicarnos a su desarrollo, pero siempre con la libertad y la alegría que nacen de la fe y de esperanza. Son horizontes que ayudan a no considerar absolutas las realidades terrenas, sabiendo que Dios nos prepara una perspectiva más grande. Queridos jóvenes, los exhorto a no olvidar esta perspectiva en sus proyecto de vida: estamos llamados a la eternidad».

6. Los mandamientos, camino del amor auténtico
     «También a ustedes Jesús les pregunta si conocen los mandamientos, si se preocupan por formar la conciencia siguiendo la ley divina y si los ponen en práctica. Se trata de preguntas contracorriente respecto a la mentalidad actual, que propone una libertad desligada de valores, de reglas, de normas objetivas e invita a rechazar todo límite a los deseos del momento».

     «Dios nos da los mandamientos porque quiere educarnos en la verdadera libertad, porque quiere construir con nosotros un Reino de amor, de justicia y de paz. Escucharlos y ponerlos en práctica no significa alienarse, sino encontrar el camino de la libertad y del amor auténticos, porque los mandamientos no limitan la felicidad, sino que indican cómo encontrarla».

7. Los necesitamos
     «Los que hoy viven la condición juvenil tienen que afrontar muchos problemas derivados del desempleo, de la falta de referencias ideales seguras y de perspectivas concretas para el futuro. A pesar de las dificultades: ¡no se dejen desanimar y no renuncien a sus sueños! Cultiven en cambio en el corazón grandes deseos de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en las manos de quienes saben buscar y encontrar razones sólidas de vida y de esperanza».

     «En mi reciente encíclica sobre el desarrollo humano integral, «Caritas in veritate» citaba algunos de los grandes retos actuales, que son urgentes y esenciales para la vida en este mundo: el uso de los recursos de la tierra y el respeto de la ecología, la justa división de los bienes y el control de los mecanismos financieros, la solidaridad con los países pobres en el ámbito de la familia humana, la lucha contra el hambre en el mundo, la promoción de la dignidad del trabajo, el servicio a la cultura de la vida, la construcción de la paz entre los pueblos, el diálogo interreligioso, la buena utilización de los medios de comunicación social».

     «Son retos a los que están llamados a responder para construir un mundo más justo y fraterno. Son desafíos que requieren un proyecto de vida exigente y apasionante, al servicio del cual depositar toda la riqueza según el proyecto que Dios tiene para cada uno de vosotros».

     «En este Año Sacerdotal, los invito a conocer la vida de los santos, en particular la de los santos sacerdotes. Verán que Dios los guió y que encontraron su camino día a día, precisamente en la fe, en la esperanza y en el amor. Cristo llama a cada uno de ustedes a comprometerse con Él y a asumir sus responsabilidades para construir la civilización del amor».

 





La Pasión de Cristo y Su triunfo sobre el pecado y la muerte

30 03 2010

“Mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lam 1, 12).

El sentido de la Pasión
A pesar del desprecio contra algunas devociones particulares y la acusación a la Iglesia de vanos “dolorismos”, la Pasión terrible de Cristo es un hecho, y un hecho cierto e innegable, testimoniado extensamente por la Sagrada Escritura y por toda la Iglesia primitiva. Hay que preguntarse más bien el porque de tal sufrimiento. ¿Por qué el Señor ha querido sufrir semejantes dolores e indecible padecimientos?

La Iglesia ha encontrado algunas respuestas. Digamos al menos cuatro. Primero, para mostrar a los hombres la consecuencia de sus transgresiones, la pena que merecían nuestras faltas (“Cristo ha muerto por nuestros pecados” I Cor 15, 3; “El llevo sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo” I Pe 2, 24). Segundo, para redimir a la humanidad, para liberarnos del pecado y de la muerte, para llevarnos a la vida eterna (“En Cristo, gracias a la sangre que derramó, tenemos la liberación y el perdón de los pecados” Ef 1, 7; “El lavó nuestros pecados en su sangre” Ap 1, 5; “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” Jn 1, 29; “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes…esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes” Lc 22, 19-20). Tercero, para dar ejemplo de todas las virtudes: obediencia, humildad, negación de sí mismo, paciencia, caridad, justicia, perdón, amor… (“Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo, para que sigan sus huellas” I Pe 2, 21; “Se hizo obediente hasta la muerte” Fil 2, 8). Cuarto, para conocer la “anchura y la longitud, la altura y la profundidad” del amor divino (“La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” Rom 5, 8; “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos Jn 15, 13; “Me amó y se entrego por mi” Gál 2, 20).

No puede comprenderse la Pasión sino desde la intención y propósito divino. Cada lágrima del Señor, cada tristeza, cada herida en su carne, cada gota de sangre derramada, debe ayudarnos a comprender la grandeza del amor de Dios en Jesucristo. Su dolor manifiesta su amor. Así como son sus dolores, así son sus amores. Detengámonos una vez más en los padecimientos de Cristo y podremos descubrir nuevamente el inmenso amor de Dios hacia nosotros.

Los sufrimientos del Señor
Comencemos en el huerto de los olivos. Allí Jesús representa en su interior la Pasión que se aproxima (“Entonces comenzó a entristecerse y angustiarse”; “mi alma siente una tristeza de muerte”). Getsemaní es la conciencia de la Pasión y su ofrecimiento al Padre. La tristeza y el dolor son la conciencia o percepción de un padecimiento. Jesús siente por anticipado su dolor. Siente que siente, de algún modo, lo que padecerá. Siente los golpes, los látigos, las espinas, los clavos. Siente el abandono de sus discípulos, la soledad, la burla, el desprecio, las blasfemias, el odio, la muerte. Todo esto lo lleva a su corazón y lo ofrece al Padre en la oración (“Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”). Lleva la muerte a su alma y la hace voluntaria.

La representación de su Pasión es intensísima. La angustia abre sus venas. La tensión nerviosa contrae su carne y de sus poros brota sudor y sangre (Lc 22. 44). Es que, no solo represente su Pasión. Hace presente la fealdad y gravedad de los pecados del mundo. Los cometidos por su Pueblo Israel. Los que cometerá su Iglesia. Pero encarna también los sufrimientos del mundo. Los de Israel. Los de su Iglesia. Siente su dolor, pero también mi dolor, tu dolor (“A mi me lo hiciste”). Su oración se hace oración universal y agradable al Padre.

Apresan a Jesús y comienzan los juicios. Jesús pasa la noche de un tribunal a otro, siendo juzgado, maltratado, difamado. A nada de esto es indiferente el Señor. Su sensibilidad es riquísima, mucho mayor que la nuestra. Su silencio no es estoico, sino sentido, contenido, dolido. El Señor se conmueve ante el abandono de sus cercanos, el odio de todos, el rechazo de su Pueblo (“Cuando estuvo cerca –de Jerusalén-, y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ¡Si tú también hubieran comprendido en este día el mensaje de paz!” Lc 19, 41-42).

Se burla de Cristo. La burla es sobre los males y defectos ajenos, cuando estos son pequeños. La burla es más grave cuando se toma por pequeño e insignificante lo serio. Y la Pasión del Señor es “Lo Serio”, “Lo grave”, por antonomasia. “La burla es un pecado, y tanto más grave cuanto mayor respeto se debe a la persona de quién se burla. Por lo cual, es gravísimo burlarse de Dios y de las cosas que son de Dios, según el profeta (Is 37, 23), ¿a quién has ultrajado, y de quién has blasfemado, y contra quién has alzado tu voz? Contra el Santo de Israel” (S Th II-II, 75, 2). El Señor guarda silencio y perdona, “no saben lo que hacen”.

Llevan al Señor al pretorio y ¡Ay! ¡Lo flagelan! (“Sobre mis espaldas metieron el arado, y abrieron largos surcos” Salmo 128, 3). Los látigos tenían bolillas de plomo en sus extremos. Cada golpe arrancaba pedazos de carne, cada vez con mayor profundidad. Los golpes caen sobre su hombros y espalda, sobre su pecho, sobre su piernas y brazos, sobre su rostro (“Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran con aire de triunfo” Salmo 21, 18). “Rompen la carne, surcan el cuerpo, añaden llagas sobre llagas. Abren sus espaldas hasta descubrir sus entrañas, y en poco tiempo no dejan en él figura de hombre… (Is 1, 6).”[1] Los golpes lo asfixian. A pesar del gran esfuerzo, no puede respirar.

Luego viene la coronación de espinas. Las espinas se injertan sobre su cuero cabelludo, en la piel, en la carne. Lo golpean con una caña y agudísimas astillas penetran aún más en su cabeza. De la multitud de arterias brota mucha sangre que cubre todo su rostro y su cuerpo. Jesús queda aturdidísimo y con terribles jaquecas. Su fiebre es altísima. Los soldados se burlan del Señor.

Camino al calvario colocan la cruz sobre las profundas heridas de sus hombros, casi sobre sus huesos, muy expuestos. No hace falta se visionario ni recurrir a la Tradición para saber que el Señor está totalmente exhausto, agotado, sin fuerza alguna. Se encuentra muy deshidratado (“Mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar” Salmo 21, 16). Hace mucho tiempo no injiere agua y ha perdido gran cantidad de sangre. Casi no puede hablar. Todo su cuerpo tiembla. Por poco no ve. Sus ojos y pómulos están hinchados por los golpes, cubiertos de sudor, sangre y tierra. Tambalea. El Señor cae, inevitablemente, y por eso la necesaria ayuda del Cireneo (“Soy como agua que se derrama, todos mis huesos están dislocados” Salmo 21, 15). La gente se burla de Jesús.

Llegan al calvario y lo desnudan (“soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del Pueblo” Salmo 21, 7). Su cuerpo está todo inflamado por los golpes, abierto por las heridas, ya infectadas. Y como si fuera poco, ¡Ay! ¡Lo crucifican! ¡Jesús! (“Taladran mis manos y mis pies, y me hunden en el polvo de la muerte” Salmo 21, 17-18) “La muerte de los crucificados es la más terrible, puesto que son clavados en las partes más nerviosas y sensibles, esto es, las manos y los pies; y el peso mismo del cuerpo, que pende continuamente, aumenta el dolor, puesto que no mueren inmediatamente” (S Th III, 46, 6). Los clavos rompen carne, fibras nerviosas, arterias, venas, tendones. Estalla de dolor su alma, su conciencia. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlan de Cristo. El Señor agoniza y muere.

Si el grano de trigo que cae en tierra muere da mucho fruto (Jn 12, 24).
La Pasión del Jesús ha conmovido y convertido a los hombres más endurecidos por el pecado, a los más alejados del Señor. Ha puesto fe y esperanza en lo que “estaba perdido”, vida en lo que “estaba muerto”. El Cordero divino “atrajo a todos hacia si” (Jn 12, 32). Era necesario que padeciera todas estas cosas (Jn 3, 15; Lc, 24, 44):

“El soportaba nuestros sufrimientos, y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo consideramos golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías, y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz, recayó sobre él, por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él, las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba, y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda, ante el que la esquila, él no abría su boca…El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento…Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos” (Is 53, 4-11).

Fray Agustín Sánchez, OP
Buenos Aires, Argentina.

[1] Fray Alonso de Cabrera, Consideraciones del Viernes Santo, en Predicadores de los siglos XVI y XVII t. 1, Baillo, Madrid, 1906, p. 427-428.

www.op.org.ar – Site de la Orden de Predicadores – Provincia Argentina de San Agustín





San José, Custodio del Amor Divino

18 03 2010

Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al igual que María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. La vida de ella fue el cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer «fíat» pronunciado en el momento de la anunciación, mientras que José -como ya se ha dicho- en el momento de su «anunciación» no pronunció palabra alguna. Simplemente él «hizo como el ángel del Señor le había mandado» (Mt 1, 24). Y este primer «hizo» es el comienzo del «camino de José». A lo largo de este camino; los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el «justo» (Mt 1, 19). Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de los testimonios más importantes acerca del hombre y de su vocación. En el transcurso de las generaciones la Iglesia lee, de modo siempre atento y consciente, dicho testimonio, casi como si sacase del tesoro de esta figura insigne «lo nuevo y lo viejo» (Mt 13, 52).

El varón «justo» de Nazaret posee ante todo las características propias del esposo. El Evangelista habla de María como de «una virgen desposada con un hombre llamado José» (Lc 1, 27). Antes de que comience a cumplirse «el misterio escondido desde siglos» (Ef 3, 9) los Evangelios ponen ante nuestros ojos la imagen del esposo y de la esposa. El hecho de ser ella la «esposa prometida» de José está contenido en el designio mismo de Dios. Así lo indican los dos Evangelistas citados, pero de modo particular Mateo. Son muy significativas las palabras dichas a José: «No temas en tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Estas palabras explican el misterio de la esposa de José: María es virgen en su maternidad. En ella el «Hijo del Altísimo» asume un cuerpo humano y viene a ser «el Hijo del hombre».

Dios, dirigiéndose a José con las palabras del ángel, se dirige a él al ser el esposo de la Virgen de Nazaret. Lo que se ha cumplido en ella por obra del Espíritu Santo expresa al mismo tiempo una especial confirmación del vínculo esponsal, existente ya antes entre José y María. El mensajero dice claramente a José: «No temas tomar contigo a María tu mujer». Por tanto, lo que había tenido lugar antes -esto es, sus desposorios con María- había sucedido por voluntad de Dios y, consiguientemente, había que conservarlo. En su maternidad divina María ha de continuar, viviendo como «una virgen, esposa de un esposo» (cf. Lc 1, 27).

En las palabras de la «anunciación» nocturna, José escucha no sólo la verdad divina acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que también vuelve a escuchar la verdad sobre su propia vocación. Este hombre «justo», que en el espíritu de las más nobles tradiciones del pueblo elegido amaba a la virgen de Nazaret y se había unido a ella con amor esponsal, es llamado nuevamente por Dios a este amor.

«José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer» (Mt 1, 24); lo que en ella había sido engendrado «es del Espíritu Santo». A la vista de estas expresiones, ¿no habrá que concluir que también su amor como hombre ha sido regenerado por el Espíritu Santo? ¿No habrá que pensar que el amor de Dios, que ha sido derramado en el corazón humano por medio del Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5) configura de modo perfecto el amor humano? Este amor de Dios forma también -y de modo muy singular- el amor esponsal de los cónyuges, profundizando en él todo lo que tiene de humanamente digno y bello, lo que lleva el signo del abandono exclusivo, de la alianza de las personas y de la comunión auténtica a ejemplo del Misterio trinitario.

«José… tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo» (Mt 1, 24-25). Estas palabras indican también otra proximidad esponsal. La profundidad de esta proximidad, es decir, la intensidad espiritual de la unión y del contacto entre personas -entre el hombre y la mujer- proviene en definitiva del Espíritu Santo, que da la vida (cf. Jn 6, 63). José, obediente al Espíritu, encontró justamente en El la fuente del amor, de su amor esponsal de hombre, y este amor fue más grande que el que aquel «varón justo» podía esperarse según la medida del propio corazón humano.

En la liturgia se celebra a María como «unida a José, el hombre justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor.»31 Se trata, en efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José su propio símbolo. «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo,» que es comunión de amor entre Dios y los hombres.

Mediante el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso amor hacia la Madre de Dios, haciéndole «don esponsal de sí». Aunque decidido a retirarse para no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en ella, él, por expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su pertenencia exclusiva a Dios.

Por otra parte, es precisamente del matrimonio con María del que derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre Jesús. «Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad -al que de por sí va unida la comunión de bienes- se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella.»33

Este vínculo de caridad constituyó la vida de la Sagrada Familia, primero en la pobreza de Belén, luego en el exilio en Egipto y, sucesivamente, en Nazaret. La Iglesia rodea de profunda veneración a esta Familia, proponiéndola como modelo para todas las familias. La Familia de Nazaret, inserta directamente en el misterio de la encarnación, constituye un misterio especial. Y -al igual que en la encarnación- a este misterio pertenece también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del Hijo de Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta familia José es el padre: no es la suya una paternidad derivada de la generación; y, sin embargo, no es «aparente» o solamente «sustitutiva», sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de la unión hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona divina del Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo está también «asumido» todo lo que es humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su existencia en la tierra. En este contexto está también «asumida» la paternidad humana de José.

En base a este principio adquieren su justo significado las palabras de María a Jesús en el templo: «Tu padre y yo… te buscábamos». Esta no es una frase convencional; las palabras de la Madre de Jesús indican toda la realidad de la encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de Nazaret. José, que desde el principio aceptó mediante la «obediencia de la fe» su paternidad humana respecto a Jesús, siguiendo la luz del Espíritu Santo, que mediante la fe se da al hombre, descubría ciertamente cada vez más el don inefable de su paternidad.

(Extraído de la Exhortacion Redemptoris Custos de Juan Pablo II)

Oración

Acuérdate, oh guardián del Redentor y nuestro amoroso custodio, San José, que nunca se ha escuchado decir que ninguno que haya invocado tu protección o buscado tu intercesión, no haya sido consolado. Con esta confianza acudo a ti, mi amoroso protector, casto esposo de María, padre de los tesoros de Su Sagrado Corazón. No deseches mi ardiente oración, antes bien recíbela con tu cuidado paterno y obtén mi petición….

Oh Padre, que en tu designio de amor elegiste a San José para ser esposo de la Santísima Virgen y el custodio de los misterios de la Encarnación, concédenos, te imploramos que a través de su paternal intercesión, recibamos las gracias de disponernos con generosidad y humildad de corazón a cumplir tus designios de amor para nuestra vida y para nuestra Familia Espiritual. Amén.

  





18 03 2010




La catequesis de Benedicto XVI sobre Santo Domingo de Guzman

18 03 2010

Queridos hermanos y hermanas, la semana pasada presenté la luminosa figura de Francisco de Asís, hoy quisiera hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de la Orden de los Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.

Su sucesor en la guía de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración: “Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por su caridad sin fin y el fervor del espíritu vehemente te consagraste todo entero, con el voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación evangélica». Es precisamente este rasgo fundamental del testimonio de Domingo que hay que subrayar: hablaba siempre con Dios y de Dios. En la vida de los santos, el amor por el Señor y por el prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas caminan siempre juntas.

Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al 1170. Pertenecía a una noble familia de la Vieja Castilla y, apoyado por un tío sacerdote, se formó en una celebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor hacia los pobres, hasta el punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para socorrer, con lo ganado, a las víctimas de una carestía. Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del capítulo de la catedral de su diócesis de origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él algún motivo de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, él no la interpretó como un privilegio personal, ni como el principio de una brillante carrera eclesiástica, sino como un servicio que hacer con dedicación y humildad. ¿No es quizás una tentación la de la carrera, del poder, una tentación de la que ni siquiera están inmunes aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia? Lo recordaba hace algunos meses, durante la consagración de algunos obispos: “No buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no pocas veces en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a los que se les ha conferido una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad» (Homilía. Capilla Papal para la Ordenación episcopal de cinco Ecc Prelados, 12 de septiembre de 2009). El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor celoso y verdadero, notó bien pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso valerse de su colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones diplomáticas confiadas por el rey de Castilla. Viajando, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos para la Iglesia de su tiempo: la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe.

La acción misionera hacia quien no conoce la luz del Evangelio, y la obra de reevangelización de las comunidades cristianas, se convirtieron así en las metas apostólicas que Domingo se propuso perseguir. Fue el Papa, ante quien el obispo Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a la predicación a los Albigenses, un grupo hereje que sostenía una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando incluso el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en los que el Señor nos “toca” a través de la materia, y la resurrección de los cuerpos. Los Albigenses estimaban la vida pobre y austera – en este sentido eran incluso ejemplares – y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo precisamente con el ejemplo de su existencia pobre y austera, con la predicación del Evangelio y con los debates públicos.

 A esta misión de predicar la Buena Noticia dedicó el resto de su vida. Sus hijos habrían realizado también los demás sueños de Santo Domingo: la misión ad gentes, es decir, a aquellos que aún no conocían a Jesús, y la misión a aquellos que vivían en las ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los cultos. Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que empuja incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización: ¡es Cristo, de hecho, el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen el derecho de conocer y amar! Y es consolador ver como también en la Iglesia de hoy son tantos – pastores y fieles laicos, miembros de antiguas órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales – que con alegría gastan su vida por este ideal supremo: anunciar y dar testimonio del Evangelio.

A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de los Predicadores. Domingo, de hecho, en plena obediencia a las directivas de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica, que le llevaban a él y a sus compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria.

De modo particular. Domingo quiso dar relevancia a dos valores considerados indispensables para el éxito de la misión evangelizadora: la vida comunitaria en la pobreza y el estudio. Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es decir, sin vastas propiedades de terrenos que administrar. Este elemento les hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios Superiores, confirmados después por los Superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales. La elección de este sistema nacía precisamente del hecho de que los Dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría.

El beato Jordán de Sajonia dice de santo Domingo: “Acogía a cada hombre en el gran seno de la caridad, y, como amaba a todos, todos le amaban. Se había hecho una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que lloraban» (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore IordanoIordano de Saxonia, ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, Romae, 1935]).

En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores adquiriesen una sólida formación teológica, y no dudó en enviarles a las universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con desconfianza a estas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de los Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado. Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reserva, con diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso con las preguntas planteadas por la razón.

El desarrollo de la cultura impone a aquellos que realizan el ministerio de la Palabra, a los distintos niveles, de estar bien preparados. Exhorto por tanto a todos, pastores y laicos, a cultivar esta «dimensión cultural» de la fe, para que la belleza de la vida cristiana pueda ser mejor comprendida y la fe pueda ser verdaderamente nutrida, reforzada y también defendida. En este Año Sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades reveladas. Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden encontrar una profunda “alegría interior” al contemplar la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores – contemplata aliis tradere – nos ayuda a descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de estas verdades, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia contemplación. Cuando Domingo murió en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrón, su obra había tenido ya gran éxito. La Orden de los Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de la Iglesia entera. Domingo fue canonizado en 1234, y es él mismo el que, con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea penetrante. Ante todo, la devoción mariana, que él cultivó con ternura y que dejó como herencia preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia tuvieron el gran mérito de difundir la oración del santo Rosario, tan querida al pueblo cristiano y tan rica de valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad.

 En segundo lugar, Domingo, que se encargó de algunos monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. ¡Sólo en el Paraíso comprenderemos cuánto la oración de las monjas de clausura ha acompañado eficazmente la acción apostólica! A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido y afectuoso.

Queridos hermanos y hermanas, que la vida de Domingo de Guzmán nos empuje a todos a ser fervientes en la oración, valientes en vivir la fe, profundamente enamorados de Jesucristo. Por su intercesión, pidamos a Dios que enriquezca siempre a la Iglesia con auténticos predicadores del Evangelio.

                                                                             





El Infinito valor de la Santa Misa

10 02 2010
Fr. Reginald Garrigou-Lagrange O.P. fue un destacado filósofo y teólogo tomista del s. XX. Estudió en la Sorbona y en la Universidad de Friburgo y formó parte del equipo de profesores de Le Saulchoir. Asimismo, enseñó teología en el Angelicum durante muchos años.
Formado litúrgicamente con el rito tridentino, fue siempre muy amante y devoto del santo sacrificio de la misa. He aquí un texto resumido de su obra «El Salvador y su amor por nosotros», en la que nos habla de la excelencia y eficacia de la Santa Misa (Colección Patmos, ed. Rialp, Cap. XIV). Leamos su escrito:
Jesucristo, Salvador nuestro, es el Sacerdote principal del sacrificio de la Misa. La oblación interior, que fue el alma del sacrificio de la Cruz, perdura siempre en el Corazón de Cristo que quiere nuestra salvación. Él mismo ofrece todas las Misas que se celebran cada día. ¿Cuál es el valor de cada una de esas Misas? Es importante tener una idea justa, para unirse cada día al santo Sacrificio y recibir más abundantes frutos.

En la Iglesia se enseña comúnmente que el sacrificio de la Misa considerado en sí mismo tiene un valor infinito, pero que el efecto que produce en nosotros es siempre finito, por elevado que sea, y proporcional a nuestras disposiciones interiores. Estos son los dos puntos de doctrina que conviene explicar.

El sacrificio de la Misa considerado en sí mismo tiene un valor infinito

La razón estriba en que, en sustancia, el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz, el cual tiene un valor infinito a causa de la dignidad de la Víctima ofrecida y del Sacerdote que la ha ofrecido, pues es el Verbo hecho hombre quien, en la Cruz, era al mismo tiempo Sacerdote y Víctima. Es Él quien permanece en la Misa como Sacerdote principal y Víctima realmente presente, realmente ofrecida sacramentalmente inmolada. Mientras que los efectos de la Misa inmediatamente relativos a Dios, como la adoración reparadora y la acción de gracias, se producen siempre infaliblemente en su plenitud infinita, incluso sin nuestro concurso, sus efectos relativos a nosotros sólo se extienden en la medida de nuestras disposiciones interiores.

En cada Misa se ofrecen infaliblemente a Dios una adoración, una reparación y una acción de gracias de valor sin límites, y ello en razón de la Víctima ofrecida y del Sacerdote principal, independientemente de las oraciones de la Iglesia universal y del fervor del celebrante.

Es imposible adorar a Dios, reconocer mejor su soberano dominio sobre todas las cosas, sobre todas las almas, que por la inmolación sacramental del Salvador muerto por nosotros en la Cruz. Tal adoración la expresa el Gloria: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos. Esta adoración la expresa de nuevo el Sanctus y aún más la doble Consagración. Es la más perfecta realización del precepto: Adorarás al Señor tu Dios y al Él sólo servirás. Sólo la infinita grandeza de Dios merece el culto de latría. En la Misa se le ofrece una adoración en espíritu y en verdad de valor sin medida.

En el momento de la Consagración, en la paz del santuario, hay como un gran impulso de adoración que sube hacia Dios. Su preludio es el Gloria y el Sanctus, cuya belleza queda subrayada algunos días por el canto gregoriano, el más excelso, el más simple y el más puro de todos los cantos religiosos; pero cuando llega el momento de la doble Consagración, todos se callan: el silencio expresa a su manera lo que el canto ya no puede decir. Que el silencio de la Consagración sea nuestro reposo y nuestra fortaleza.

Esa adoración, que sube hacia Dios en todas las Misas cotidianas, recae, de alguna manera, como fecundo rocío, sobre nuestra pobre tierra para fertilizarla espiritualmente.

Igualmente, es imposible ofrecer a Dios una reparación más perfecta por las faltas que se cometen diariamente, como dice el Concilio de Trento. No se trata de una nueva reparación, distinta de la de la Cruz: Cristo no muere ni sufre más, pero, según el mismo Concilio, el Sacrificio del altar, siendo substancialmente el mismo que el del Calvario, agrada a Dios más que lo que le desagradan todos los pecados juntos. El imprescriptible derecho de Dios, Soberano Bien, a ser amado por encima de todo no se podría reconocer mejor por la oblación [ofrecimiento] del Cordero [Jesucristo] que quita los pecados del mundo.(Dz 940 y 950, S. Tomás, de Aquino, Suma Teológica III, 48 2).

A menudo nos olvidamos de agradecer a Dios sus gracias, como los leprosos curados por Jesús; de diez, sólo uno se lo agradeció. Conviene ofrecer con frecuencia Misas de acción de gracias. Por cada Misa celebrada, por la oblación y la inmolación sacramental del Salvador en el altar, Dios obtiene infaliblemente una adoración infinita, una reparación y una acción de gracias sin límite.

No olvidemos que el más alto fin del Santo Sacrificio es la Gloria de Dios. Sin embargo hay otros efectos que son relativos a nosotros. La Misa puede obtenernos todas las gracias necesarias para la salvación. Cristo, que siempre está vivo, no deja de interceder por nosotros, (Hebreos 7,25).

¿Cuáles son los efectos que la Misa puede producir en nosotros?

Aunque el sacrificio de la Misa tenga en sí un valor infinito, en razón de la dignidad de la Víctima ofrecida y del Sacerdote principal, los efectos que produce en nosotros son siempre finitos a causa de los límites mismos de la criatura y de los límites mismos de nuestra disposición interior.

Gran número de teólogos, inspirándose en los textos de Santo Tomás, dicen: El efecto de cada Misa no está limitado por la voluntad de Cristo, sino tan sólo por la devoción de aquellos por los que se ofrece. Una sola Misa ofrecida por cien personas, puede serle provechosa a cada una, del mismo modo que si hubiese sido dicha sólo por una.

La razón estriba en que la influencia de una causa universal sólo está limitada por la capacidad de los sujetos que la reciben. Así, el sol ilumina y calienta en un solo lugar tanto a mil personas como a una sola. La influencia de la Santa Misa en nosotros no está pues, limitada más que por la disposición y el fervor de quienes las reciben.

El sacrificio de la Misa, que perpetúa en sustancia el de la Cruz, es de un valor infinito para aplicarnos los méritos y las satisfacciones de la Pasión del Salvador.

Es esto lo que explica la práctica de la Iglesia, que ofrece Misas por la salvación del mundo entero, por todos los fieles vivos y difuntos, por el Soberano Pontífice, los jefes de Estado, los obispos, sin limitar sus intenciones. Actuando así, la Iglesia no piensa en modo alguno que la Misa sea menos provechosa para aquél por quien se aplica especialmente.

En la Misa Cristo sigue ofreciéndose por acto teándrico [acto divino-humano], de valor infinito para aplicarnos los frutos de su Pasión. El límite no proviene de Él, sino sólo de nosotros, de nuestras disposiciones y de nuestro fervor. Como dice Santo Tomás de Aquino, igual que uno recibe más el calor de un hogar si se aproxima a él, así nosotros nos beneficiamos tanto más de los frutos de una Misa a la que asistimos con más espíritu de fe, de confianza en Dios, de amor y de piedad.

La Misa facilita nuestra conversión

En tanto que nos obtiene la gracia del arrepentimiento, nos facilita el perdón de los pecados; no se dicen en vano estas palabras antes de la Comunión: Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de nosotros. ¡Cuántos pecadores, asistiendo a Misa, han encontrado allí la gracia del arrepentimiento y la inspiración de hacer una buena confesión de toda su vida!

Por razón de que la Misa facilita el arrepentimiento, se sigue que puede ser ofrecida por pecadores incluso endurecidos e impenitentes a los que no se podría dar la Comunión. El santo Sacrificio puede obtenerles suficientes gracias de luz y de conversión. Incluso puede ser ofrecido, como el de la Cruz, por todos los hombres vivos, incluso por los infieles, los cismáticos, los herejes, siempre y cuando no se ofrezca por ellos como si fuesen miembros de la Iglesia. Con esta idea, el Padre Charles de Foucauld, eremita del Sahara [África], celebraba a menudo la Misa por los musulmanes a fin de preparar sus almas para recibir más tarde la predicación del Evangelio

La Misa neutraliza al demonio

El espíritu del mal nada teme tanto como una Misa, sobre todo cuando es celebrada con gran fervor y cuando muchos se unen a ella con espíritu de fe. Cuando el enemigo del bien choca con un obstáculo insuperable, es que en una iglesia, un sacerdote consciente de su propia debilidad y de su pobreza, ha ofrecido la omnipotente Hostia y la Sangre redentora. Hay que recordar el caso de santos que, asistiendo a Misa, en el momento de la elevación del cáliz, han visto desbordarse la preciosa Sangre y deslizarse por los brazos del sacerdote, y los ángeles venir a recogerla en copas de oro para llevarla a aquellos que tienen mayor necesidad de participar en el misterio de la Redención.

La Misa disminuye nuestro purgatorio

El sacrificio de la Misa no sólo perdona nuestros pecados, sino la pena debida a nuestros pecados perdonados, ya se trate de vivos o muertos por quienes se ofrece el sacrificio. Este efecto es infalible; sin embargo, la pena no siempre es perdonada en su totalidad, sino según la disposición de la Providencia y el grado de nuestro fervor. Así se verifican las palabras: Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, danos la paz.

De aquí no se sigue que los difuntos que han dejado mucho dinero para que se digan numerosas Misas por su intención, sean librados más rápidamente del purgatorio que los pobres que no han podido dejar nada o casi nada; pues esos pobres, teniendo quizá menos deudas con la Justicia divina, puede ser que hayan sido mejores cristianos y participen más del fruto de las Misas dichas por todos los difuntos y del fruto general de cada Misa.

Finalmente, el sacrificio de la Misa nos obtiene los bienes espirituales y temporales necesarios o útiles para nuestra salvación. Así, conviene, como lo recomendó el Papa Benedicto XV, celebrar Misas para obtener la gracia de una buena muerte, que es la gracia de las gracias, de la que depende nuestra salvación eterna.

Conviene que al asistir a Misa, nos unamos, con gran espíritu de fe, de confianza y de amor, al acto interior de oblación que perdura siempre en el Corazón de Cristo. Mientras más nos unamos así a Nuestro Señor en el momento de la Consagración, la esencia del sacrificio de la Misa, mejor será nuestra Comunión, que es una perfecta participación en ese sacrificio.

Ofrezcamos igualmente las contrariedades cotidianas; será la mejor manera de llevar nuestra cruz, tal como el Señor lo ha pedido. ¡Quiera Dios que tengamos el pensamiento y la fortaleza de renovar esta oblación en el momento de nuestra muerte, de unirnos entonces, por medio de un gran amor, a las Misas que se celebrarán, al sacrificio de Cristo perpetuado en el altar! ¡Podríamos hacer así, del sacrificio de nuestra vida, una oblación de adoración reparadora, de súplica y de acción de gracias, que sea verdaderamente el preludio de la vida eterna!

Los fieles que poco a poco, dejan de asistir a Misa pierden progresivamente el sentido cristiano, el sentido de las cosas superiores y de la eternidad. Hay que encomendar las parroquias y las comunidades donde no se celebra Misa sino de tarde en tarde a aquellos santos del cielo que recibieron el carácter sacerdotal, en particular al alma del Santo Cura de Ars, para que desde arriba, vele sobre los rebaños sin pastor, para que interceda y obtenga a los agonizantes que no son asistidos la gracia de la buena muerte. Hay que pensar en ello a menudo al asistir al santo Sacrificio, y puesto que cada Misa tiene un valor infinito, hay que pedir que ésa a la que asistimos resplandezca allí donde ya no se celebra, donde poco a poco se pierde la costumbre de asistir a ella. Pidamos a Nuestro Señor que haga germinar vocaciones sacerdotales en esos medios; pidámosle sacerdotes, santos sacerdotes, cada día más conscientes de la grandeza del sacerdocio de Cristo, para que sean sus celosos ministros que solo vivan para la salvación de las almas. En los periodos turbulentos la Providencia envía innumerables santos; por eso es necesario pedir al Señor que envíe al mundo santos que tengan la fe y la confianza de los Apóstoles.





LA VOZ DEL SANTO PADRE: «Si Quieres la Paz, protege la Creación»

5 01 2010

 El mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz de 2010 asume una visión integral del hombre y de la creación. “Si quieres la paz, protege la creación”, es el lema que resume el Mensaje de este año, marcado por tantas discusiones y reflexiones sobre el medio ambiente. El Papa rechaza las posturas extremas, aquellas que toman la parte por el todo, las que consideran al hombre, o mejor dicho a algunos hombres, como soberanos sin límites de los recursos de la tierra, y las que reducen la condición humana a mero biologismo, un elemento más de la naturaleza supeditado como otros a la “madre tierra”.

Sin dejar de defender el respeto a la naturaleza, Benedicto XVI denuncia un ecologismo de ecos rousseaunianos, que no se corresponde con lo que es y representa el ser humano: “El Magisterio de la Iglesia manifiesta reservas ante una concepción del mundo que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes. De este modo, se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre, favoreciendo una visión igualitarista de la “dignidad” de todos los seres vivientes. Se abre paso así a un nuevo panteísmo con acentos neopaganos, que hace derivar la salvación del hombre exclusivamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista”.

Otro aspecto crucial del Mensaje del Papa es hacer hincapié en la relación existente entre ética y medio ambiente, que no se refiere solamente a un mal uso de los recursos naturales. Señala el Pontífice: “La degradación de la naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la convivencia humana, por lo que “cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia”. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social”. Por tanto, los ataques contra la vida humana han de ser considerados como ataques contra la naturaleza, pero una determinada concepción antropológica nos está trasmitiendo desde hace años que mutilar los bosques es un acto criminal, mientras que acabar con una vida humana incipiente sería un derecho, un acto sin más trascendencia que eliminar con el bisturí cualquier protuberancia que afee nuestro cuerpo.





ADVIENTO

30 11 2009

Celebrar el Adviento significa despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros.

 

 

 Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo.

 

El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios.

 

Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz, bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval.

 

Benedicto XVI  





FE Y COMPROMISO SOCIAL

1 10 2009

Una fe que no tenga en cuenta al hombre en su totalidad no es la fe en el Dios que nos ha enseñado Jesucristo, quién además tuvo una particular atención y preferencia por los pobres, por los que sufren.

 Una Iglesia fiel a Jesucristo es, por lo mismo, una Iglesia que contempla al hombre en su totalidad y se compromete a acompañarlo en el camino de su vida, elevando su voz y su denuncia ante situaciones, si es necesario, que dañan sus derechos y dignidad.

La fe no nos encierra en un espiritualismo ajeno a la realidad, sino por el contrario, orienta nuestro compromiso con esta misma realidad. Podríamos decir que nada de lo que es humano es ajeno a la fe en un Dios que es Padre y guardián de todos sus hijos.

Desde esta concepción de la fe decíamos los Obispos en “vistas al Bicentenario 2010-2016, “creemos que existe la capacidad (hoy agregaría la urgencia) de proyectar, como prioridad nacional, la erradicación de la pobreza y el desarrollo integral de todos. Anhelamos poder celebrar un Bicentenario con justicia e inclusión social” (Hacia el Bicentenario, 5). Estas palabras y el compromiso social que ello implica, son una auténtica expresión de fe cristiana.

(Monseñor José Ma. Arancedo)





Cumple N° 1 del Grupo Pier G. Frassati

30 09 2009

cumple pierEl Pasado 23 de septiembre, el grupo estuvo cumpliendo su primer añito de vida.

Les pedimos a todos nuestros amigos, sus oraciones para crecer en sabiduría, en gracia y por que no…tambien en estatura….





“Ustedes son el futuro de Europa”, dijo el Papa a estudiantes

17 07 2009
(AICA) Ciudad del Vaticano, JUL 15 (AICA):
Antes de partir al Valle de Aosta donde pasará 15 días de vacaciones, Benedicto XVI recibió en la mañana del sábado 11 de julio a 1.100 participantes en el primer Encuentro europeo de Estudiantes Universitarios, promovido por la Comisión Catequesis-escuela-Universidad del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE), para tratar el tema «Nuevos discípulos de Emaús. Como cristianos en la Universidad».

     Tras recordar que la visita de los estudiantes al Vaticano tiene lugar el día de San Benito, patrono de Europa, el Papa dijo: «Ustedes están aquí juntos para ofrecer a las Conferencias Episcopales de Europa la disponibilidad para proseguir el camino de elaboración cultural que San Benito intuyó como necesario para la maduración humana y cristiana de los pueblos de Europa. Así será si, como discípulos de Emaús, encuentran al Señor resucitado en la experiencia eclesial concreta y en particular en la celebración eucarística».

     «El compromiso misionero de ustedes en el campo universitario -agregó- consiste por lo tanto en dar testimonio del encuentro personal que tuvieron con Jesucristo, la Verdad que ilumina el camino de todo ser humano. Solo así nos convertimos en fermento y levadura de una sociedad vivificada por el amor evangélico».

     «También la acción pastoral universitaria debe manifestarse en todo su valor teológico y espiritual, ayudando a los jóvenes a hacer que la comunión con Cristo los lleve a percibir el misterio más profundo del ser humano y de la historia».

     En la Universidad, afirmó el pontífice, «la presencia cristiana se hace cada vez más exigente y al mismo tiempo fascinante, porque la fe está llamada, como en los siglos pasados, a ofrecer su servicio insustituible al conocimiento que, en la sociedad contemporánea, es el verdadero motor del desarrollo. Del conocimiento, enriquecido por la fe, depende la capacidad de un pueblo para saber mirar con esperanza al futuro, superando la tentación de una visión puramente materialista de la existencia y la historia».

    «Ustedes son el futuro de Europa», dijo el Papa a los jóvenes. «La nueva síntesis cultural que en este momento se está gestando en Europa y en el mundo globalizado necesita el aporte de intelectuales capaces de reproponer en las aulas académicas el tema de Dios, o mejor, de hacer renacer ese deseo del ser humano de buscar a Dios al que me referí en otras ocasiones. La Iglesia en Europa confía en el generoso compromiso apostólico de ustedes, consciente de las dificultades, pero también del gran potencial de la acción pastoral en ámbito universitario».+





La vida de Pier Giorgio Parte II

30 06 2009




La vida de Pier Giorgio

30 06 2009